Se desnudan los ex presidentes sólo bajo fuego amigo. De ahí que suela ser más previsible el lugar que el contenido. Las primeras lluvias del otoño nos traen las reflexiones de Felipe González.
Afirma el que fuera primer presidente socialista que estuvo de su mano volar a la cúpula de ETA. Y que anduvo pensándolo y pensándolo. Y que no lo hizo. Pero que le hubiera bastado chascar los dedos. ¿Tan sencillo era? Igual es por el otoño que avanza, pero el escalofrío es inevitable. Imaginemos que hubiera mandado reventar sin juicio a esos ciudadanos (terroristas, pero ciudadanos), ¿lo habría reconocido como hizo Margaret Thatcher con los miembros del IRA asesinados en Gibraltar en 1988, o se los hubiera endosado a los GAL? La respuesta parece sencilla. Otro acto de incontrolados. Asuntos de esa democracia que, decían, gozaba de tanta calidad como para hacerla exportable. La derecha, tan católica, hubiera dicho: no hay mal que por bien no venga. Y Fraga, con el franquismo aún caliente en los tirantes y en los nudillos, hubiera soltado alguna fresca de esas que helaban el aliento y detenían el tiempo. Los demás apenas contaban.
Pasado el tiempo, el ex presidente hace balance. No sabe si se equivocó. Lo que quiere decir que rondan por su cabeza profundas razones para pensar que quizá hubiera debido dar la orden. Qué firmeza moral en esa duda: ¿asesino a unos cuantos seres humanos o no los asesino? Mira que le veo ventajas… Hubiera salvado vidas, dice. Cosa poco creíble. Como esos ajustes de cuentas entre mafias, cárteles o grupos fuera de la ley, hubiera alimentado odio y algunos centenares se hubieran sumado a la lucha armada con razones que antes no tenían. La tesis absurda de ETA (esto es una guerra) habría cobrado fuerza. Más dolor, más odio, más rencor, más problemas. El avance hacia su propio otoño podía haber reforzado el humanismo en Felipe González. Pero ocurre todo lo contrario. Nicolás Salmerón, presidente de la I República española, nunca lamentaría haber renunciado por no querer firmar penas de muerte. Y eso que eran legales. Tiene razón Felipe González. Ya no hay estadistas como los de antes.
“Una de las cosas que me torturó durante las 24 horas siguientes fue cuántos asesinatos de personas inocentes podría haber ahorrado en los próximos cuatro o cinco años”. Salvar vidas… Fue el argumento para explicar las bombas de Hiroshima y Nagasaki. El argumento, que no la causa real. Se lanzaron para frenar el avance soviético por el Pacífico y hacer un recordatorio a la URSS de que Estados Unidos iba a ser la nueva potencia mundial. ¿Cuál hubiera sido la verdadera razón de González? ¿Salvar vidas de inocentes? No. En democracia, no. Ejecutar sin juicio para defender la inocencia de la ciudadanía es una perversión del orden democrático. Con nuestros impuestos. Da más luz pensar en una débil democracia procedente de una débil Transición que había dejado intactos los servicios de seguridad del franquismo. Una débil democracia que no dudaba en aplicar lo que Franco había hecho con los republicanos: ejecuciones extrajudiciales. El peso del franquismo sociológico era demasiado fuerte. Ya lo había anunciado el estadista González: las democracias se defienden también en las alcantarillas. Era una de las posibles concepciones de la democracia: democracia de alcantarilla. Otoñal, González se despoja de prejuicios propios de demócratas buenistas. Hide vence al doctor Jeckyll. Son los privilegios de los estadistas en el otoño de su sabiduría.
“Es que todavía hoy no se puede contar eso…”. No estaría de más escuchar alguna verdad. Nos dejó a Aznar subido en la prepotencia de vencer a un Gobierno corrupto; a Fraga convertido en la prueba de que se podía ser demócrata sin ser antifranquista; a la Iglesia subida a los altares y al monte; a una monarquía con una querencia excesiva a ir de caza con amigos de lo ajeno (los Albertos, Colón y Prado de Carvajal, Mario Conde, De la Rosa), pero encubierta en un relato de papel couché y glamour. ¿Qué se puede contar, Sr. González? Mirando hacia atrás, le preocupa sólo la corrupción. No nos gustan los ladrones. Somos cristianos viejos y de dinero no hablamos. Sin embargo, lo del GAL, nos dice usted sin decirlo, no quita prestigio. Eso de poder mandar asesinar es de auténticos hombres de Estado. Y se atreve a citar a Azaña. Repase el debate parlamentario sobre los sucesos de Casas Viejas. Notaremos una gran diferencia entre el Azaña dolido y el jactancioso que afirma: los pude volar a todos. Me debéis la vida. Tanto que aún me permito preguntarme si no debí hacerlo. “No te estoy planteando el problema de que yo nunca lo haría por razones morales. No, no es verdad”. Los estadistas como González no tienen problemas morales.
Queda otra pregunta en el aire. ¿Por qué ahora? ¿Para ayudar en el fin de ETA o para complicarlo? ¿Es una simple afirmación personal? ¿Se siente fuerte ahora que ha doblegado al impertinente Zapatero que no había querido escucharle al comienzo? ¿Está cobrando la foto malditizada en donde abraza a Vera y Barrionuevo a la entrada de la cárcel de Guadalajara? ¿Se está postulando a algún cargo internacional?
Me perdonan, pero, al menos desde Maquiavelo, la ingenuidad no es pasto de la política. Aunque algunas viejas ecuaciones parece que se van despejando.
Juan Carlos Monedero. Profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid.
Publicado en SINPERMISO
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